Relato: El hombre que no era feliz con su felicidad
El hombre que no era feliz con su felicidad
Poco a poco las nubes invadían el cielo barcelonés. Las primeras gotas cayeron tímidamente sobre la ciudad y un leve frescor pareció aflorar, permitiendo un pequeño respiro al duro verano.
Abel notó en su frente las gotas estrellarse y se lamentó de no haber hecho caso al hombre del tiempo en la televisión, el cual ya anunciaba lluvias, pero ese pensamiento generalizado de que nunca aciertan, hizo que su mente obviara coger el tan preciado objeto que le evitaría mojarse.
Las gotas dieron paso a una cortina de agua tan espesa que era difícil ver a través y Abel tuvo que acelerar el paso para resguardarse bajo un balcón. Así fue como estuvo esperando durante treinta minutos a que la lluvia remitiera. Miraba el agua con la misma mirada de los últimos años. Una mirada con poca energía y resignada a los problemas de la vida. No es que tuviera grandes conflictos. Trabajaba como jefe de recepción de un hotel de gran prestigio en Barcelona. Todos sus compañeros le miraban con admiración, ya que acumulaba ya diez años de experiencia en dicho cargo. Era una referencia, según le decía el director del hotel. Estaba casado desde hacía ocho años con Olga y tenían un hijo, Mario, de tres años. Sin embargo, como ocurre en estos tiempos, el sentirse bien no depende de lo que tienes, si no de lo que no tienes. Y Abel consideraba que podría haber tenido más. Más en trabajo, más en sueldo, más en tamaño de piso, más en el tipo de coche. Cuando su amigo de batallas, Joaquín, le preguntaba a qué se refería con más, él respondía que más y punto. Por que en eso se había convertido la sociedad actual, en un querer más pero sin definir ese concepto de ampliación.
Ahora, bajo el balcón y viendo caer la lluvia, Abel creía que toda la sociedad padecía ese mal, querer más pero no saber el qué. Su desánimo y malestar no se debían a nada en concreto, aunque él siempre argumentaba que se debía a los problemas económicos (y más desde que a Olga la empresa la despidiese dentro del plan de reducción de plantilla) y a su malestar con el trabajo. Porque aunque era todo un veterano, estar allí, tras el mostrador del hotel y ver llegar a los turistas de clase alta con toda su magnificencia, le confirmaba que él tenía menos. No podía concretar más. Por suerte, la ciencia avanza más que las personas y en cuanto supo la noticia, Abel decidió ir el mismo día en que inauguraban el servicio al hospital. El único centro que ofrecía la posibilidad de aquel novedoso trasplante era el Hospital del Mar, situado en la Barceloneta, muy cerca de la playa.
La lluvia disminuyó de intensidad y al fin pudo dirigirse hacia el hospital. Una vez allí se dirigió al punto de información y preguntó sobre la zona de trasplantes. Una chica joven, con gafas de pasta blanca, le indicó que fuera a la primera planta y, una vez allí, se dirigiera al final del pasillo.
Encontró el lugar tal como le había indicado la chica, pero una vez estuvo ante la puerta, se detuvo indeciso. El miedo se apoderó de él. ¿Hacía lo correcto? Una pregunta de difícil respuesta. Al fin se decidió y entró. Tras hablar con otra chica joven, esta vez rubia, ésta le dio una serie de papeles que debía rellenar y luego entregárselos.
En la sala de espera tuvo que quedarse de pie, ya que estaba tan llena que había gente sentada en el suelo. La primera hoja del formulario se centraba en los datos personales. A continuación, se centraban en información relevante al trasplante.
¿Ha recibido con anterioridad un trasplante?
¿Tiene algún antecedente familiar en trasplante?
¿Padece alguna enfermedad?
¿Padece alguna alergia?
Y así toda una serie de preguntas sobre sus problemas físicos, operaciones, medicamentos, tratamientos, grupo sanguíneo y un largo etcétera. La siguiente hoja hacia referencia a los hábitos, como por ejemplo el fumar, beber, ejercicio físico, dieta y relaciones sexuales. Las personas en la sala de espera escribían sin parar en las hojas, con un silencio respetuoso, como si de un examen se tratara. El único sonido que se oía era el de las hojas al pasar y algún que otro carraspeo o tos. La cuarta hoja del formulario era una de las más importantes ya que recogía información sobre el pensar de la persona.
Si tu equipo de fútbol va perdiendo, ¿qué haces? Animas o te quejas.
¿Te lamentas de haber tomado ciertas decisiones en la vida?
¿Te fijas en lo que los demás tienen, más que en lo que tú tienes?
La quinta hoja recogía todo tipo de sensaciones o malestares que pudiera haber padecido la persona en el último año, como por ejemplo cansancio, apatía para hacer actividades, malhumor, llorar a menudo, sensación de sentirse decaído sin motivo aparente, problemas de sueño. Abel tardó una hora en rellenar todas las hojas. Miró alrededor de él y vio que la sala continuaba igual de llena que antes.
- Disculpe señorita, ya he terminado –le dijo Abel a la chica de la recepción.
- Ah sí. Deme las hojas y pasé a la otra sala de espera que encontrará al final de este pasillo. Allí le llamarán para hacerle una entrevista.
Abel se dirigió por el pasillo que le indicó y allí entró en otra sala igual de abarrotada que la anterior. Ésta sin embargo tenía más bancos y pudo sentarse. Mientras esperaba reflexionó sobre su vida. ¿Qué tenía de malo? Realmente nada, se decía. Salvo que se sentía no completado. Nunca supo explicarse cuando alguien le preguntaba a qué se refería con “no completado”. Pero siempre estaba presente esa frase en sus labios que justificaba todo su ánimo decaído: las cosas podrían ir mejor. Y ese era el pensamiento que invadía a Abel y que le atormentaba, saber que todo podría haber sido mejor. Juntó las manos y empezó a realizar ese movimiento tan característico suyo con los pulgares, haciéndolos rotar entre sí como si de una rueda se tratará. Aquel era su síntoma de estar dominado por los nervios y la duda. De nuevo le atormenataba la duda de si hacía bien en estar allí. Respiró hondo. Ya no había marcha atrás, si había llegado hasta aquí, debía seguir.
Tras cuarenta minutos de espera dijeron su nombre por unos altavoces situados en el techo. Entró en un despacho bastante iluminado, con unos muebles modernos y de gran colorido. Detrás de una mesa se encontraba un hombre con barba y a su lado una mujer de unos cuarenta años con gafas y el pelo recogido en un moño.
- Abel, encantado. Yo soy el doctor Martínez y ella la doctora Smith –le dijo el hombre con barba al tiempo que se estrechaban las manos.
Abel tomó asiento, con la pierna izquierda temblándole con energía. El doctor Martínez leyó atentamente el formulario rellenado minutos antes por Abel y luego lo miró fijamente.
- Dígame Abel, ¿se siente usted frustrado?
- Pues sí, bueno no… Verá, no lo sé. Yo creo que sí.
- Pero tiene usted trabajo desde hace años y familia. – dijo la doctora Smith con un castellano un tanto anglosajón.
- Ya, pero creo que podría haber tenido más.
- ¿Más?
- Sí. Pero no sé en que sentido. Verá, no me siento bien conmigo mismo. Hace ya tiempo que pienso que no soy feliz y que no sé disfrutar de la vida. Trabajo, llego a casa, ceno, duermo y cada día igual. Es por eso por lo que pienso que podría ser mejor.
- Ya. Abel, dígame, ¿cree que la vida le ha tratado mal?
Abel se quedó en silencio, mirándose sus dedos pulgares jugando entre sí. Él creía que sí, pues conocía a gente con malas intenciones que conseguían más cosas que él.
- Sí, creo que sí. Aunque a lo mejor no mal del todo, pero sí no todo lo bien que me hubiera podido tratar.
- Abel, en el cuestionario dice que siente un malestar general por el mundo. Explíquese.
- Pues verá, veo las noticias y me siento compungido por las guerras, el cambio climático, ya sabe, estamos destrozando el planeta, la crisis económica, los robos, el hambre y todas las desgracias que ocurren. Todo eso me hace sentir mal, tan mal como si me ocurriera a mí.
El doctor Martínez y la doctora Smith se miraron dando a entender que el paciente era digno de tener en cuenta.
- Verá Abel, ciertamente presenta unas características adecuadas para entrar en la lista de espera para los trasplantes. Quiero que sepa que son los primeros trasplantes que se van a efectuar en todo el mundo. Como sabe, la neurociencia está avanzando a pasos agigantados y el descubrimiento hace un año de que la zona del cerebro donde se estimula la felicidad se agranda y llega a tener exceso de materia cerebral permitió llegar a la conclusión de que esa protuberancia podía ser extraída sin consecuencias, ya que era un añadido que generaba el organismo. Se estudiaron a fondo las protuberancias y se observó que era tejido vivo y que podía ser reimplantado en otro cerebro manteniendo la información que contenía, es decir, creando impulso de felicidad. Se ha probado con ratas y funciona. Las ratas con el trasplante ofrecían mejor sociabilidad, mayor capacidad de juego, mayor apetito y mayor actividad sexual.
- Así es – intervino la doctora Smith–. Es por ello que se llevó a cabo el programa de trasplante de la Felicidad. Se trata de ofrecer a la población con problemas de sentirse infelices la posibilidad de extraer esa zona de cerebro donde se genera la felicidad y colocar la masa cerebral de un donante de su felicidad. Sin embargo, debemos avisarle de que las demandas están superando lo previsto.
- ¿Ah sí? – exclamó un tanto desanimado Abel.
- Sí. Verá… hemos tenido doscientas sesenta mil peticiones desde que abrimos esta mañana las solicitudes y el problema es que de donantes no hay tantos. Tenemos tan solo diez mil donaciones.
- ¿Solo? – Abel empezó a entender que no tendría ninguna posibilidad para acceder al trasplante.
- Sí, lamentablemente nos hemos encontrado que la gente es reacia a compartir su Felicidad –le explicó el doctor Martínez–. Hemos hecho un cálculo estimado y creemos que realmente la mitad de la población podría poseer dicha protuberancia. Pero ceder la felicidad no parece ser del agrado del ser humano.
- ¡Pero eso es injusto!
- Cálmese Abel, cálmese.
- Lo siento. No he podido resistirme. Saber que somos tantos los infelices y que haya personas que no deseen dar su felicidad me ha indignado.
- Lo sé, lo sé. – la doctora Smith se quitó las gafas y le ofreció una sonrisa tranquilizadora. – Sin embargo debe centrarse en los donantes. Por suerte hay gente que da su felicidad y eso es bueno. Por eso le digo que no se desanime.
- Por otra parte, debe saber que la operación tiene un cierto riesgo, ya que se trata de realizar una pequeña perforación en el cráneo, para llegar al cerebro y realizar el trasplante. Se trata de algo muy pequeño, casi del tamaño de un guisante. – le dijo el doctor Martínez.
- El riesgo me da igual. Quiero ser feliz
- Dígame Abel, ¿por qué?
- Para sentir que todo tiene un sentido.
Tras irse, el doctor Martínez y la doctora Smith estuvieron unos minutos discutiendo y valorando el candidato. El doctor tenía aún ciertos recelos, pero la doctora enseguida tuvo claro que debían incluirlo en la lista de espera. Pero no podían perder más el tiempo, pues la afluencia de gente seguía siendo continua. En una pausa que hicieron, la doctora le expresó al doctor su preocupación por la situación de la sociedad.
- ¿Es posible que haya tanta gente con problemas de ser feliz?
- Sí, parece que supera cualquier otro mal. – le contestó el doctor Martínez.
Los días posteriores a la visita a la clínica, Abel se sentía mal por no haberle dicho nada a Olga. Se sentía mezquino por no explicarle sus intenciones y aquello venía a confirmar que más que nunca necesitaba sentirse bien, ya que cualquier decisión que tomaba le hacía entrar en un conflicto interno que le dejaba exhausto.
Olga hacía todo lo posible para que Abel se sintiera bien, pero sabía que eso era una misión perdida. Hacía ya mucho tiempo que había perdido la sonrisa y siempre se sentía cansado, desanimado y taciturno. Cuando le preguntaba a su marido si era feliz, él siempre contestaba que a veces, pero ella sabía que la palabra adecuada era nunca. Por algunas conversaciones que tenían, Olga deducía que su malestar venía por no poder darles más cosas tanto a ella como a su hijo Mario. También se le escapaba algún que otro lamento sobre aquello que nunca hizo o dejó de hacer.
Un jueves le llamaron del hospital. Era la doctora Smith. Le confirmó que había pasado las pruebas de selección y que se encontraba en la lista de espera para el trasplante. Tan solo hacía falta esperar un grupo sanguíneo igual al suyo y ya está. Abel colgó sin ningún tipo de expresión de júbilo, pues si algo había aprendido de la vida era no tener falsas esperanzas, así que se limitó a soplar.
Las semanas se hacían muy largas. Cada cinco minutos comprobaba el teléfono móvil para ver si tenía alguna llamada del hospital. Un día, mientras atendía a una pareja joven, feliz y sonriente, su móvil sonó. Le confirmaba que ya tenían una compatibilidad y que en tres días se presentara al Hospital para hacerle el trasplante.
- ¿Cuántos días estaré?
- Si todo va bien tan solo dos días.
Abel le explicó a Olga que la empresa había implantado un nuevo programa informático para gestionar las cuentas del hotel y que debían ir a Madrid para recibir un curso de formación de dos días. Olga le dijo que no se preocupara y que intentara pasárselo muy bien, aunque aquella frase con su marido era una misión imposible.
Al fin llegó el día de la operación y Abel fue conducido a una habitación muy cómoda por la doctora Smith, mientras le explicaba todo lo que llevarían a cabo. Encendió la televisión pero la apagó al poco rato. Tenía hambre pero ya le había advertido que no podría comer nada. Tras dos horas de espera larga, un enfermero vino a buscarle y lo llevó en camilla a la sala de operaciones. Diez segundos después del pinchazo de la anestesia general, Abel perdió el conocimiento y ya no supo más del mundo que le rodeaba. La doctora Smith y el doctor Ramírez, junto a otros diez especialistas emprendieron la operación. Pasadas tres horas y media, todo había concluido satisfactoriamente.
Una espesa niebla parecía rodear a Abel en cuanto abrió los ojos. Poco a poco fue adquiriendo nitidez todo lo que le rodeaba. La televisión colgada en la pared. La ventana. Un armario blanco. Entonces recordó que se encontraba en la habitación del Hospital del Mar. Le dolía un poco la cabeza y al tocársela notó que llevaba una venda. En la muñeca llevaba una vía cogida a un catéter. Alargó el brazo y tocó el timbre de la enfermera. A los pocos minutos apareció una chica joven muy alta con el pelo rizado.
- ¿Cómo se encuentra?
- La cabeza… me duele un poco la cabeza.
- Es normal. Piense que le han abierto el cráneo. Se sentirá un tanto desorientado por la anestesia, pero le pasará enseguida. Bien. Tómese esto para el dolor. Cualquier cosa, toque el timbre.
Al cabo de una hora apareció la doctora Smith para comunicarle que la operación había sido todo un éxito y que al día siguiente le darían el alta. Le explicó que tendría dolores de cabeza pero que irían remitiendo.
- Bien Abel. Nada más por nuestra parte. Ahora tan solo le quedará ser feliz.
Al oír estas palabras no sintió ese sentimiento tan característico suyo de incredulidad, al contrario, notó un pequeño cosquilleó de emoción que le hizo pensar que el trasplante empezaba a dar sus frutos.
Al llegar a casa lo primero que tuvo que hacer fue mentir a Olga sobre aquellos puntos que tenía en un pequeño espacio rapado de la cabeza. Le explicó que la empresa había organizado un partido de fútbol y que él se apuntó. En una jugada, quiso rematar la pelota con la cabeza pero se dio con el poste de la portería. Nada de importancia. Olga se asustó y le dijo que se tumbara para descansar. Pero Abel le insistió que se sentía bien.
Y así era. Se sentía bien, a pesar de haber mentido.
Pasaron los días y lentamente Abel empezó a notar cambios. Tenía más iniciativa, no solo en el trabajo, si no con su familia. Emprendieron excursiones, fueron al cine, los llevó al parque de atracciones y todo ello riendo como nunca Olga había visto reír a su marido. En su interior notaba una plenitud extraña y una sensación de que no necesitaba más de lo que tenía.
- Cariño, desde que volviste de aquel curso de Madrid, estás diferente. – le dijo un día Olga.
- ¿Sí? –contestó con disimulo.
- Sí, pero mucho mejor, no te creas. Se te ve bien, contento, no sé…
- ¿Feliz?
- Sí, feliz. – Y Abel y Olga se besaron apasionadamente.
En el hotel también notaron el cambio, tanto que todo el personal deseaba estar en el turno de Abel para compartir chistes, anécdotas, risas y alegrías. El director incluso le dio la enhorabuena por el trabajo, ya que muchos clientes habían expresado su gratitud ante el trato recibido por el jefe de recepción.
Sin embargo, un día ocurrió algo que no comprendió. Un ejecutivo estaba pagando la estancia de tres noches en el hotel y tras comentar animadamente el partido de fútbol del FC Barcelona de la Champions, el cliente se fue dejándose encima del mostrado un teléfono móvil de última generación. Abel lo vio justo en el momento en el que salía el hombre por la puerta. Lo cogió y fue a buscarlo. Al salir, lo vio abriendo la puerta de un taxi, seguramente para ir al aeropuerto. Si hubiese gritado, le hubiera oído. Seguro. Pero se quedó callado, viendo como subía al taxi y se alejaba. Miró el teléfono, algo que él nunca llegaría a permitirse, y se sintió feliz de poseerlo. Aquello le sorprendió.
Pasados los días volvió experimentar una sensación extraña. Abel tenía amigos del instituto que habían prosperado mucho a nivel profesional y uno de ellos era Ricardo, que había emprendido una empresa de marketing de gran prestigio. Siempre se sintió inferior a su lado. Por eso siempre esquivaba sus citas de tomar algo o encuentros de antiguos alumnos. Sin embargo, ahora se sentía bien consigo mismo y aceptó verse con él para tomar una cerveza en una terraza. Le sorprendió verlo tan ojeroso y nervioso. Tras hablar de cosas superfluas, Ricardo acabó por sincerarse: había perdido la empresa y estaba en bancarrota. Al oír aquello Abel sintió que su corazón latía más rápido y el vello se le erizaba. Feliz, la sensación era de sentirse feliz por la mala suerte de su amigo.
Pasaron los meses y Abel se convirtió en un hombre nuevo. Un hombre feliz. Pero sabía que las cosas no iban todo lo bien que cabía esperar. Se dio cuenta que su felicidad iba en aumento cuando los demás tenían problemas y que además, desbordaba felicidad con la adquisición de lo último en tecnología, ya fuese teléfono móvil, ordenador, televisores y otros artilugios. Sin embargo, no sentía igual de bienestar al estar con su familia. Olga empezó a temer que esa transformación se debiera a la presencia de otra mujer. Y así se lo hizo saber a su marido.
- ¿Cómo va a haber otra mujer? No Olga, no. Te quiero solo a ti.
- ¿Seguro? ¿No me mientes?
- Claro que no. Nunca te he mentido – Abel sabía que eso no era del todo cierto. El imaginario viaje a Madrid era una prueba. Pero se sintió feliz de saber que su mujer le creía un mujeriego. Y que se creía sus mentiras.
Un día, Abel realizó aquello que llaman a nivel profesional pisar a tu compañero. En recepción eran dos jefes de recepción, más o menos de la misma antigüedad, y aquel viernes vio como Óscar, el otro jefe de recepción, le hacía un descuento a un cliente que no estaba en la lista de ofertas. No dudó un momento en decírselo al director, detallando que no era la primera vez que veía hacérselo. Esa misma tarde supo que Óscar era despedido. Lo vio salir del hotel con los ojos llorosos. Y Abel se sintió feliz. Notó una gran felicidad en su interior. Y aquello le asustó.
Al día siguiente fue al Hospital de Mar y pidió hablar con la doctora Smith. Al principio le dijeron que estaba muy ocupada y que tendría que pedir hora. Le explicó a la recepcionista que la doctora le había operado del trasplante de Felicidad y que era muy urgente verla. La chica, temiendo algún fallo en la operación aceptó la petición y se puso en contacto con la doctora.
A los pocos minutos, la doctora Smith le estrechaba la mano con una gran sonrisa y le pedía que le siguiera a su despacho.
- Y bien Abel, ¿qué tal su felicidad?
- Pues de eso quería hablar con usted. Hay algo que no funciona.
- ¿Le duele la herida? ¿Sangra? ¿Tiene problemas de sueños o en el habla?
- No, no. Nada de eso. Verá… una pregunta, ¿quién era el donante?
La doctora hizo un movimiento negativo con la cabeza.
- Abel, eso comprenderá que no podemos decirlo. Los donantes son anónimos y deben mantenerse en el anonimato. ¿Qué ocurre?
- Pues al principio iba todo bien. Me sentía bien, tranquilo, contento, alegre con lo que era y tenía, sin embargo he ido sufriendo una transformación en mi felicidad, hasta el punto de que me siento feliz por cosas que no quisiera.
- Verá Abel, eso no podemos controlarlo. Está claro que con el trasplante no solo se transfiera el sentimiento sino también la información que necesita para sentir la felicidad.
- ¡Pero yo no quiero sentirme feliz por una desgracia! – gritó Abel.
- Le entiendo, pero usted pidió que le dieran felicidad y eso es lo que ha hecho otra persona.
- Lo sé, lo sé. Pero no me gusta esta felicidad.
- Abel, no podemos escoger a la carta lo que nos hace feliz –le dijo la doctora con una sonrisa en los labios-. Eso es algo personal, es algo propio. Por eso, debe aceptar lo que siente.
Abel respiró hondo, como quien coge fuerza para un chapuzón en la piscina y realiza un largo buceo, ya que lo que iba a decir a continuación requería de gran esfuerzo.
- Quiero que me quiten el trasplante.
- Eso no podemos hacerlo.
- ¿Cómo que no? El trasplante ha resultado ser incompatible conmigo. Si un riñón falla, se quita para el bien del paciente. Pues lo mismo. Si la Felicidad no es compatible, se extrae.
- Hay un problema.
- ¿Cuál?
- Pues que no guardamos las antiguas zonas de los cerebros originales.
- ¿Qué? ¿Quiere decir que mi pequeño trozo de cerebro lo tiraron?
- Era uno de los puntos de la letra pequeña, Abel. Aceptaron que esa parte del cerebro se destinara a estudios científicos. Y, en parte, es normal. Aquel trocito contiene tristeza. ¿Para que interesa guardar un trozo de tristeza?
Abel notó que su respiración se aceleraba y se dio cuenta que volvía a colocar las manos juntas, moviendo en aspas los pulgares. Apreció que no se sentía bien. Nada bien. Esa sensación le era conocida. Malestar, desanimo, pesadez. Entonces supo al momento que era infeliz con su felicidad. Durante los últimos meses, su bienestar se basaba en cosas materiales, en oír como los demás no conseguían las cosas e incluso si tenían algún problema grave su alegría era mayor, como si el mal ajeno le confortara. Miró a los ojos de la doctora Smith, consciente de que debía acabar con aquello.
- Doctora Smith, debe hacer algo.
- ¿Qué quiere que haga? Esto no es una camiseta de quita y pon, que si no te gusta te vuelves a poner la que ya tenías.
- Me siento mal. No soy feliz siendo feliz. Póngame de nuevo en la lista de espera para un nuevo trasplante.
- ¿Qué? – exclamó la doctora-. Abel no puede ponerse trozos de cerebro constantemente hasta que encuentre el que le guste. Usted no se sentía feliz y aceptó un trasplante. Acepte sus nuevos sentimientos.
- Pero esta Felicidad…
- Abel, la Felicidad es algo efímero. Piense que le a los quince años le dieran un huevo y le dijeran que tendrá que llevarlo siempre con usted, pues dentro contiene la Felicidad. Un huevo en un bolsillo es muy frágil. Sin embargo, ¡que nutritivo es el huevo!, ¿verdad? Piense, es muy delicada pero nos hace fuerte.
En aquel momento entró con urgencia un chico con bata y con la expresión bastante asustada.
- ¡Doctora, doctora! El paciente de la 405. ¡Tiene una parada respiratoria!
- Perdone, ahora vuelvo.
La doctora Smith salió tras el chico y Abel se quedó solo en el despacho. Se sentía perdido por no encontrar el camino correcto de la felicidad. Quería gritar para desahogarse. Para calmar sus nervios se levantó y empezó a mirar los cuadros, los libros y las fotos que había en la sala. Y entonces vio el archivo. Al abrirlo, se encontró con todos los historiales de los trasplantes. Buscó el suyo, mirando la puerta por si entraba la doctora. En una carpeta estaba su formulario, su historial clínico y datos de la operación. Finalmente, encontró lo que buscaba. Miriam González Alves. Una mujer, su donante era una mujer. No es que tuviera prejuicios sexistas pero pensaba que esa forma de sentirse feliz iba más acorde con un hombre sin escrúpulos. Anotó la dirección en un papel y volvió a su sitio. Al cabo de treinta minutos la doctora regresó.
- ¿Cómo esta el paciente?
- Bien, bien. Se pondrá bien. Abel lo siento mucho pero tengo mucho trabajo y no podemos volver a operarle como si fuera una pieza de un coche. ¿Entiende?
- Está bien. Gracias por escucharme.
Abel se dirigió sin más demora hacia el domicilio de Miriam. Vivía en un piso cerca de Plaza España. Llamó al timbre de abajo y una voz femenina preguntó quién era. Abel contestó correo comercial. La puerta de la calle se abrió. Subió las escaleras y tocó el timbre. Una chica de unos treinta y pocos años, con el pelo moreno largo, ojos negros profundos, labios carnosos y una figura esbelta le abrió la puerta.
- ¿Sí? ¿Qué desea?
- Hola. Me llamó Abel y yo soy la persona que le trasplantaron tu felicidad.
Miriam se quedó quieta durante un minuto largo sin saber qué hacer ni qué decir. Al fin, reaccionó y le dijo que no tenían por qué conocerse.
- Ya lo sé. Pero me he visto en la necesidad de buscarte.
- ¿Ah sí? ¿Y por qué? –la sonrisa de Miriam le hizo pensar a Abel que a lo mejor estuviera sintiendo alegría al ver alguien con problemas, como a él le pasaba.
- Verás, tu felicidad no me gusta.
- ¿Qué? ¿Qué coño estás diciendo? Anda pasa. No quiero que los vecinos oigan esto.
El piso de Miriam reflejaba claramente el sentir de la dueña. Muebles fríos, con pocos detalles decorativos alegres y mucha, pero mucha, tecnología.
- Disfrutas comprándote lo último de lo último, ¿no? – preguntó Abel, señalando un Ipad que había sobre la mesa del comedor.
- Pues sí. ¿Qué mal hay en ello?-contestó ella con un tono defensivo.
- Pues que concentras tu plenitud como persona en los artilugios electrónicos. Son como una representación fálica.
- Oye, oye, no me vengas ahora con psicoanálisis. Si tienes problemas sexuales no es mi problema, vale tío.
- Mira, ocurre que lo que te hace sentir feliz a ti, también me lo hace a mí y no me gusta. ¿Por qué te pone alegre el que la gente tenga problemas?
Miriam dejó la boca abierta, como paralizada ante aquella intrusión de su interior.
- Oye… mira, no sé. Son formas de ser. No has de hacer nada de ello.
- Pero no debería ser así.
- ¿Y quién eres tu para marcar lo que debe hacerme feliz y que no? ¿Quién me lo va a impedir? Venga, déjame en paz.
Abel miro a su alrededor. Se sentía cansado de dar vueltas y vueltas al mismo asunto sin poder encontrar una solución.
- El otro día me chivé a mi jefe de algo que había hecho un compañero y lo echaron a la calle. Al verle irse, me sentí alegre –No sabía muy bien porque le explicaba aquello a Miriam. A lo mejor era un intento de que comprendiera que sentía.
Miraba fijamente a Miriam y pudo apreciar como su cara adquiría un color rojo que le hizo sospechar que escondía algo.
- Te es familiar, ¿verdad?
- Pues sí. He echado a varios compañeros pisándolos y diciendo cosas a sus espaldas. Pero gracias a ello he subido en mi empresa.
- ¿Y eres bien vista?
- Bueno, si soy jefa será porque sí.
- No, no. No me refería a eso. Si eres bien vista por tus compañeros como persona.
- Bueno… - aquí la voz de Miriam se volvió más baja. – no me hablo con mucha gente y la mayoría se limitan a saludarme y punto.
- Ya. Estás apartada.
Abel se levantó y se fue, dejando a Miriam sumida en sus pensamientos, sentada en el sofá y sintiéndose mal consigo misma.
Mientras estaba sentado en el autobús, Abel asumió su nueva condición, consciente de que a partir de ahora debería luchar contra su felicidad e intentar reconducirla hacia otros aspectos. Pensó en la metáfora de la doctora Smith. Es posible que llevase ese huevo con la felicidad en el bolsillo, mas fuera posible que ese huevo estuviera algo podrido.
Lo primero que hizo fue tirar a la basura el teléfono móvil, aquel que cogió del cliente del hotel. Y notó como una gran tristeza le invadía. Se sentía infeliz por perderlo.
Sin embargo, algo, muy pequeño, nacía en su interior. Como un brote minúsculo de una rama podrida.
Le pareció sentirse bien ante esa tristeza.
Sin embargo, algo, muy pequeño, nacía en su interior. Como un brote minúsculo de una rama podrida.
Le pareció sentirse bien ante esa tristeza.
Relato del libro: Tres en raya (www.bubok.es)
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