Relato corto: La hora


La hora



  
Aquella noche era la noche esperada. 
Llegó en un magnífico carruaje tirado por asombrosos caballos. ¿Y qué decir de ella? Un vestido resplandeciente, brillante, amoldado a su esbelta figura. 
Al salir del carruaje los invitados quedaron maravillados por esos zapatos de cristal tan bellos. Y finalmente estaba su cara. Lisa, aterciopelada, una piel suave, unos labios finos, su pelo brillante recogido en una corona.
Al entrar en el salón, su respiración quedó suspendida en sus pulmones. Sus ojos absorbieron el momento: las luces en grandes lámparas de cristal, los tapices, las alfombras y, cómo no, los invitados. Príncipes y princesas, reyes y reinas. Y ella estaba allí. Respirando el mismo oxigeno que ellos. El hada madrina no le había engañado. Miró de nuevo el reloj. Debía estar atenta a la hora, esa hora en que todo cambiaría. Las doce de la noche. Mientras tanto, ella era de aquel mundo.
Notó cómo todos la miraban y hacían comentarios preguntándose de dónde había salido. Siguió paseándose por el castillo. De pronto, sonaron unas trompetas y se hizo el silencio. Se anunciaba el baile. Empezó a ver cómo los príncipes solicitaban el baile a las princesas. Todas aceptaban, claro está. Cenicienta seguía mirando la escena maravillada de tanta belleza, cuando de pronto, una figura se plantó delante de ella. Su corazón se detuvo. ¿Qué hacía el príncipe del castillo delante de ella? Alargó la mano y con una sonrisa dulce, le pidió que bailara con él. Aquello era un sueño hecho realidad. Aunque bien mirado todo era posible a partir del momento que una calabaza se convirtió en el carruaje que la esperaba fuera.
Bailaron una canción tras otra y Cenicienta tuvo la sensación de que volaba. Se lamentó de que todo tuviera que acabar a las doce de la noche. ¡La hora! Se había olvidado de mirarla. Las diez y cincuenta minutos. Respiró tranquila. 
Además, por lo visto no tendría que preocuparse demasiado de la hora, ya que la ceremonia iba bien de tiempo, tanto, que se acabaría dentro de poco.
Daban vueltas y más vueltas, siguiendo la música del vals, notando la mano del príncipe en su espalda. Miró el reloj de nuevo, las once. Cerró los ojos y se dejó llevar por el príncipe. De repente se pararon. Y era extraño, pues la música seguía sonando. Al abrir los ojos observó que el príncipe, un tanto distanciado de ella, la miraba con el rostro contraído. ¿Qué le ocurría? Pero no era el único que la miraba. Notó como cada una de las parejas había detenido el baile y la miraba a ella. ¿Qué les pasaba a todos? Dio un paso adelante y se detuvo al momento. Algo había cambiado. No notaba en su pie aquel zapato de cristal. Miró abajo y vio dos chanclas que cubrían sus pies, unos pies con un poco de suciedad. Entonces fue tomando conciencia de su ser. Ya no tenía aquel vestido brillante, si no algo parecido a un saco de patatas sucio. Su cara ya no estaba reluciente y el pelo era una lucha caótica por tener una forma concreta. Sus uñas estaban negras de haber limpiado durante toda una semana seguida.
¿Qué había pasado? El hechizo se había acabado, pero antes de hora. ¿Por qué? Empezó a temblar y no sabía qué hacer. Tenía que salir de allí, pero sus piernas, sin las medias de seda que tenía antes, no respondían. Empezó a murmurar algo. Nadie oía bien lo que decía. La misma pregunta se repetía en su boca: ¿por qué? Y dejó de ser un murmullo para convertirse en un grito. Y así fue como todos en el salón oyeron el lamento.
-      ¿Por qué? ¿Por qué si son aún son las once de la noche?
Una mujer se acercó a ella y le dio unos toquecitos en el hombro para que se girara. Cenicienta la miró.
-      Perdona, pero son las doce.
-      No, son las once. – Cenicienta le señaló su reloj de pulsera.
-  Veras, ayer sábado, a las tres de la madruga se retrasó la hora a las dos para cambiar a horario de invierno como cada año y me parece que no cambiaste tu reloj.
        No quiso oír nada más. Salió corriendo con todas sus fuerzas. Bajó la gran escalinata a trompicones. Notó en su pie izquierdo la frialdad del mármol. Se dio cuenta de que tenía el pie descalzo. Miró detrás de sí y vio la chancla. Volvió y la recogió. Sí, la recogió. No podía dejar una chancla en el suelo y que lo vieran todos. Diferente sería que perdiera ese zapato de cristal que llevaba antes. 

©Daniel Jerez Torns. 2009
Relato del libro “Relatos tendidos”, disponible en Bubok.es

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